lunes, 28 de septiembre de 2009
He observado desde el piso, el follaje del simple árbol de mango que está en el patio, tan común y cotidiano, pero que gentilmente me saluda con sus carnosas hojas, producto del amor, que en secreto tiene con la nube, que muere por él poco a poco desangrándose fría y transparentemente, yo los he visto y he sentido compasión por la pobre nube, que acepta su destino de muerte, acepta renunciar a su vida para adoptar otra que no es suya, se reparte entre las hojas, y yo al verlas, siento una explosión de colores, una iluminación realmente intensa, brillante, verde amarilla, naranja , la percibo, la disfruto, aunque sea de noche, aunque no esté lloviendo y no exista nube a quien agradecer por lo estrellado del cielo.
No quiero ser egoísta, pero hay algo que no he podido evitar: los momentos de paz más intensos, profundos, los he pasado sólo conmigo. Ésos en que uno siente que le brotan alas, y se puede ver al mundo entero en un segundo, ir a donde sea y regresar a donde esté, en lo que dura un respiro, sintiendo cada molécula de aire chocar contra mí; es una sensación como de paz, mezclada con alegría, libertad, y vitalidad; momentos como cuando me siento tranquila a observar las hojas del árbol de mango.